El otro día vi a un chaval mirando un muro como si fuera un museo.
No era una galería. Ni había cartelitos con nombres. Solo pintura, cemento y una historia que no se cuenta con palabras.
Y pensé: qué difícil es explicar esto.
Porque el graffiti no se entiende con la cabeza. Se entiende con el cuerpo. Con la piel. Con la calle.
Desde pequeño me pasaba algo raro. Íbamos a Barcelona, y yo no miraba escaparates. Miraba paredes. Muros llenos de color que nadie parecía ver. Pero yo sí.
No sabía que eso tenía nombre. Ni cultura. Solo sabía que me llamaba. Como si ya lo llevara dentro.
Luego llegó el hip hop. El rap. Los casetes rayados. Y de pronto todo tuvo sentido. No porque alguien me lo explicara. Sino porque lo sentí.
Y ahí entendí algo: esto no va de permiso ni de técnica. Va de instinto.
Hay quienes dicen que el graffiti es solo letras, trenes y adrenalina. Y sí, eso está. Pero hay más.
A veces estás pintando un muro legal, con boceto, con calma… y sin embargo, sientes que sigues dentro. Que ese trazo viene del mismo lugar. De todo lo que viste, lo que mamaste, lo que respetaste.
No es cuestión de validación. Es cuestión de origen.
¿Cómo explicas eso?
¿Cómo le dices a alguien que, aunque ahora pintes personajes, formatos grandes, exposiciones… todo viene de la misma raíz?
No se puede explicar del todo. Porque el graffiti tiene códigos. Tiene historia. Pero también tiene algo más sutil: intención.
Y la intención no se mide con likes, ni con métricas, ni con diplomas.
Se nota. Se huele. Se respira.
Por eso, si alguna vez te preguntan qué es el graffiti para ti, no intentes convencer. Cuenta lo que viviste.
Porque esto, más que explicarse, se siente.
Y todo eso que viví, que descubrí, que me marcó desde adolescente…
lo cuento en Saturno: Lights & Shadows.
No es solo un libro.
Es mi manera de enseñarte de dónde vengo.