Ayer puse "Seven" de fondo mientras pintaba. No necesito verla. Me la sé de memoria. La he visto treinta veces. La he escuchado cien. Es mi banda sonora de concentración.
Por culpa de esa película de David Fincher (1995), un día me puse a leer "La Divina Comedia" de Dante Alighieri. Ya sabes, el poeta italiano que en el siglo XIV se sacó de la manga una historia en la que un tipo, guiado por Virgilio, viaja por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. En su momento, la Iglesia tembló. Lo que contaba daba miedo. Pero también hacía pensar. Es de esos libros que, si te pones serio, te pueden cambiar la forma de ver el mundo. Tengo libretas con apuntes sobre el tema. Algún día haré algo con eso. Pero hoy no es ese día.
Hoy quiero hablar de otra cosa.
En "Seven" hay varias escenas clave que marcan la diferencia entre Somerset (Morgan Freeman) y Mills (Brad Pitt). Una de ellas ocurre en la comisaría, después de visitar la escena del crimen de Eli Gould, el abogado de la ciudad asesinado brutalmente y encontrado con la palabra "Avaricia" escrita en el suelo con su propia sangre. Somerset y Mills están sentados en un sofá, cansados. Somerset, con su mirada fría y escéptica, le pregunta a Mills si realmente cree lo que le dijo a la esposa del abogado, que atraparán al asesino. Mills, sin dudarlo, le dice que sí. En ese momento, se refuerza la diferencia entre ellos: uno ha perdido la fe en la humanidad, el otro aún la conserva.
Más tarde, en un bar, Somerset le confiesa a Mills que se va de la ciudad. Está cansado, ha visto demasiada miseria humana en su carrera como detective y ya no cree en nada. Mills, en cambio, aún tiene esperanza, cree que su trabajo tiene sentido y que pueden hacer la diferencia. Es el idealismo frente al desencanto.
Yo entiendo a los dos. He pasado por ahí. He sido Mills, el que cree que hablar, crear y hacer tiene sentido. Y también Somerset, el que se ha cansado de ver cómo el mundo aplasta a los que piensan diferente.
Por eso hoy me río. Porque ya no me afecta. Pero también hablo, porque quiero. Y porque me da la gana.
Últimamente veo cómo están dinamitando a Marián Rojas. La típica caza de brujas moderna. El wokismo haciendo lo que mejor sabe hacer: señalar, etiquetar, cancelar. Que si está vinculada a tal o cual institución, que si dijo no sé qué, que si bla, bla, bla.
Mira, a mí me da igual.
Marián Rojas es una psiquiatra y divulgadora que habla sobre cómo funcionan la mente, las emociones y la gestión del estrés en la vida moderna. Explica, con sentido común y claridad, cómo nos afectan las redes sociales, el cortisol, la dopamina y la forma en la que nos relacionamos con los demás. No sé a ti, pero a mí sus ideas me han servido. Me han ayudado a entenderme mejor. Como lo han hecho Mario Alonso Puig, Sergi Torres, Borja Vilaseca, Emilio Carrillo, Carl Gustav Jung, Lama Rinchen. Y si mañana alguno de ellos dice algo que no me cuadra, lo analizaré. Pero no los voy a quemar en la hoguera solo porque alguien haya decidido que ahora toca odiarlos.
Vivimos en un mundo donde si no sigues la corriente, te pasan por encima. Donde los que más gritan "libertad de expresión" son los primeros en intentar silenciarte si no repites su mantra.
¿Sabes qué? Que no pienso jugar a ese juego.
Si algo me gusta, lo digo. Si algo me aporta, lo comparto. Y si a alguien le molesta, no es mi problema.
El miedo a hablar te hace esclavo. Y yo, por nada del mundo, voy a ser esclavo de una moda intelectual pasajera.
Así que, si crees en algo, dilo. Si algo te ha cambiado la vida, compártelo. Si piensas diferente, no te calles.
Pero prepárate. Porque antes de salir ahí fuera a decir la tuya, tendrás que cruzar la oscuridad. Y esa, la verdadera, no está en los comentarios de Instagram. Está dentro de ti.
Y en mi propia oscuridad, cuando atravesaba mi infierno personal, Marián Rojas fue una de esas luces que me ayudaron a seguir adelante. Sus palabras fueron un apoyo, un faro en medio de la tormenta. Como en "Seven", cuando el camino parece solo tinieblas, pero aún queda una chispa de esperanza.
Pero eso ya es otro tema.